La visión de
aquel pato y sus crías navegando a la deriva, con sus pequeños ojos de pato
fuertemente cerrados para no marearse y sus cuellos verdosos retorcidos hacia
el pecho. Se colocó mejor en el astillado banco, estirando sus piernas
entumecidas y contrayéndolas de nuevo, rascando su tobillo con la punta de su
zapato izquierdo y estirando los pliegues de su camisa a la altura de las
axilas. Esos malditos pliegues siempre le limitaban a la hora de lanzar al agua
las migajas sobrantes de su bocadillo. Ahora sí, tomó un puñado con su mano y
lo agitó como si jugase al póquer para a continuación lanzarlo varios metros
más allá. La mitad de estas motearon el agua frente a las ávidas miradas de los
patos más valientes. Una cacería absoluta por la supervivencia, un festín sin
parangón para sus hambrientos picos.
Recordó aquel
momento en la oficina, en el decoroso y pulcro barrio del Hanuka. “Los primeros
en las listas de ventas este mes recibirán un plus anual”. Los ojos se iluminaron, el sudor corrió mangas abajo.
Pasión que es odio, noble guerra convertida en puñalada entre las sábanas. Las
tres semanas que siguieron al malogrado anuncio serían un completo caos: las
ventas se desplomaron, la tensión rozó la violencia en la oficina y las
consecuencias se pagaron. A los días se anunció el resultado final; la caída en
las ventas obligaba a la empresa a echar a dos miembros de la plantilla.
Ajustes imprevistos de urgencia.
Alzando un medio
vuelo rasante con sus grandes plumas blancas presionando el viento, estiró su
esbelto cuello y agarró cuatro o cinco de los pedacitos de pan que flotaban en
la superficie del río. No pareció inmutarse un ápice al torcer brutalmente su
cuello y ver a la pequeña familia de patitos que aguardaban tras de él.
Se aflojó el
nudo de la corbata y dejó los brazos muertos sobre las rodillas. Disfrutó
tranquilo del espectáculo, secando de vez en cuando las lágrimas que rodaban
por sus mejillas.
…
Ya oscurecía cuando decidió dar por
finalizada la jornada. Miró a través del pequeño ventanuco que daba al interior
de la fábrica y por el cual se filtraban pequeños halos de luz incandescentes;
pronto tendría que proponer a sus jefes un cambio de bombillas o las muchachas
terminarían por coserse sus maltrechos dedos. Apagó la luz del flexo, cogió los
folios esparcidos por su mesa y con un golpe seco contra la mesa los ajustó en
una cuartilla perfecta que colocó en el cajón superior bajo el escritorio. Levantó
los brazos y los echó hacia atrás, desperezándose con fuerza para quitarse de
encima las diez horas de sentada que llevaba encima. Se levantó de la silla y
descolgó la gabardina de felpa que esperaba vaga en el perchero junto a la
portezuela de aluminio. Salió del cuarto con un suave cierre.
Buenas noches, patrón. Descanse
usted, patrón. Tengan buena noche, muchachas.
Atravesó las casi cien filas de
máquinas y salió. Invadido por una suave brisa otoñal, dejó que el aire le
acariciase la cara, como la mano de una madre que te toca por primera vez tras
un largo viaje. Miró hacia la derecha y vio a Ernesto Badía, guarda de
seguridad de la parcela, metido en su caseta con la oreja pegada a un viejo
transistor que siempre había estado ahí; tres sintonías sintonizaba y tres
horas duraba hasta calentarse y pedir tregua.
Estiró las mangas de su camisa bajo
la gabardina, tratando de cuadrar los puños con los del abrigo. Tan enfrascado
se hallaba Ernesto en su ardua tarea que pasó por alto el gesto de despedida
del patrón. Tan enfrascado se hallaba Ernesto una hora más tarde que dejó de ver
como una pequeña columna de humo negruzco salía por una de las rendijas de
ventilación situadas sobre el portón metálico.
¡Patrón, jódase! ¡Jódase, patrón!
Resonaban, o eso parecía, los ahumados cánticos de locura.
La Luna en el cielo observaba
tranquila, ya sonriendo al gallo que soñaba.