Caminaba
tranquilo entre la multitud. No parecía percibir nada de aquel público.
Deteniéndose en mitad de aquella amalgama de palabras cruzadas, de voces
ahogadas en tragos de cerveza fría y barata, levantó la vista hacia un punto
indefinido perdido en el escenario. No entendía nada de lo que allí ocurría, o
eso parecía decir su mirada ceniza y blanquecina. Respiró todo el aire que pudo
y se golpeó el pecho con el puño derecho mientras estrujaba fuertemente sus
dedos.
Ese
blanco turbado que reflejaban sus ojos se incendiaba de color al contacto duro
de sus uñas abriéndose paso entre la fina piel. Rojo que manchaba lo
inmaculado. Ríos púrpuras que nacían con trazos gruesos junto a la nariz y
vertientes que se estrechaban al rozar el iris. Y bajo la piel, sus venas
inflamadas, bombeando la sangre que resbalaba por la palma de su mano y se
precipitaba contra el suelo todavía impecable. Apenas unas pocas gotas de
cerveza derramadas.
Algo
sin duda debía haber cambiado en su mente, en lo que le rodeaba; algo que le
alteraba profundamente. Ladeó ligeramente la cabeza y entornó los ojos, dejando
que sus rendijas viesen lo que salía de la pantalla brillante de su móvil. Dejó
que este resbalase de nuevo al interior de su bolsillo.
Se
descalzó en este preciso instante; la primera zapatilla se resistió, pero la
segunda salió con facilidad, impulsada por su habilidoso juego de pulgar e
índice. Sus pies se asentaron en aquel campo de cebada y trigo líquido. Y
arrancó enajenado hacia el escenario, empujando todo lo que se le antojaba
empujable, derramando todo lo que pareciese derramable. Venas que ya no estaban
inflamadas, venas que rasgaban el aire con sus violentos redobles.
Todo
a ritmo de poderoso bombo y cínico platillo.
Todo
a ritmo de implacable guitarra y desgarrador bajo.
Todo
a ritmo de un teclado que retorcía las blancas unas sobre otras, las empujaba
con cortas negras y desparramaba con corcheas agitadas, ansiosas por romper la
marcha.
Todo
bajo la atenta mirada de aquellas zapatillas que descansaban ya en la lejanía,
mirando como su dueño cogía el micro y se golpeaba el pecho: “¡Esa puta, esa
maldita puta! Era tan dulce y tan zorra… tenía los ojos más bellos y la lengua
más larga… ¡Esa puta, esa maldita puta! Gritaba cuando la querías y lloraba
cuando la amabas, pero sólo reía cuando no la mirabas ¡Puta… puta! Te quería,
puta.”
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